Hernán
BonillaPresidente y fundador
Dos veces no
19/12/2023
Este domingo los chilenos volvieron a rechazar cambiar su Constitución, en el marco de una discusión poco constructiva en la que primaron los perfilismos de la pléyade de partidos políticos existentes. A diferencia del primer intento en que fue derrotado un proyecto de extrema izquierda que hasta ponía en cuestión la propiedad privada, ahora fue rechazado uno donde primaron las ideas del Partido Republicano de José Antonio Kast. Todo este largo y complejo proceso deja algunas lecciones que vale la pena repasar. En primer lugar, todo el proceso en que se embarcaron los chilenos para reformar su Constitución parte de un pecado original insoslayable: la idea de que luego del estallido social de 2019 la solución era reformar la Carta Magna. La idea es que lo que estaba en cuestión es el pacto fundamental en que se asentaba la sociedad chilena y, por tanto, era necesario alcanzar un nuevo pacto que respondiera a las nuevas demandas. Es evidente que algún problema había, pero de allí a que se solucionara con un cambio de Constitución media una distancia insalvable. Que ese cambio, además, tuviera que ser radical y refundacional ya era una premisa absurda. La idea de que se puede cambiar las reglas de juego de un día para otro, hacer tabla rasa con costumbres y tradiciones y crear un mundo nuevo de la noche a la mañana no solo es un error gigantesco, suele ser uno con enormes costos sociales y económicos como demuestra ampliamente la historia. En segundo lugar, parece que ambos intentos reformistas pecaron de la soberbia que les provocó la efímera mayoría circunstancial que tuvieron. Una Constitución necesariamente es un marco normativo universal, general y estable en el tiempo, que no varía dependiendo del signo del partido gobernante, porque una de sus principales funciones es salvaguardar los derechos individuales de cada persona y de las minorías más allá de las coyunturas. El pretender imponer en la Constitución preferencias políticas, o peor aún, político partidarias, no puede terminar bien. La presunción de que es la oportunidad de tallar en piedra preferencias específicas de corto plazo, evidentemente, también es un error de dimensiones. Todo cambio en la Constitución de cualquier país debe ser muy meditado y lograr alcanzar amplias mayorías, de lo contrario es mejor no tocarla. La primera Constitución uruguaya de 1830, la más sabia con ventaja de nuestra historia, incluía una disposición muy sensata, que era la necesidad de acuerdos durante tres legislaturas consecutivas para realizar un cambio constitucional. La primera asamblea declaraba la necesidad de realizar una reforma, la siguiente realizaba la propuesta concreta, y la siguiente debía aprobarla. De esa forma se aseguraba que no se realizaran cambios producto de una coyuntura política particular y que reuniera amplios consensos, que es lo deseable en todos los casos. Con el fracaso de este domingo en el segundo intento por reformar la Constitución en Chile se cierra un proceso que deja más frustración que resultados concretos. Finalmente se llega a la conclusión de que la forma de resolver los principales problemas que enfrenta el país no depende de reformar la Constitución sino de mejorar las políticas públicas, crecer más y que los beneficios del progreso lleguen a todos. Esta lección, por cierto, aplica más allá de los Andes.