Hernán
BonillaPresidente y fundador
Notre Dame y nosotros
10/12/2024
La reinauguración de la catedral de Notre Dame en París fue un acontecimiento de resonancia universal, como lo demuestra la cobertura en medios y la presencia de mandatarios y celebridades de numerosos países del mundo. Cuando hace cinco años el viejo edificio que comenzó a construirse en el siglo XII sufrió un incendio devastador la tristeza atravesó fronteras, generaciones y religiones. La razón, aunque a veces cueste verlo, es lo que esa iglesia representa, mucho más allá del edificio. ¿Por qué nos conmovió el incendio de Notre Dame? ¿Por qué la ceremonia de reapertura luego de su reconstrucción tuvo cientos de millones de espectadores? Hace cinco años el periodista argentino Jorge Fernández Díaz escribió con acierto que “lo que ardió fue la mismísima identidad de Occidente” que tiene inequívocamente raíces cristianas. La combinación naturalmente única que proviene del judeo-cristianismo con la particular mixtura de la Grecia clásica le dio a la Civilización Occidental su particularidad. Quitémosle Jerusalén y Atenas a la ecuación y nos quedamos sin nada, vale decir, sin la posibilidad de explicar la evolución posterior de todas las sociedades que más allá de la geografía forman parte de la cultura occidental. Cómo comenta Samuel Gregg en su libro Reason, Faith and the Struggle for Western Civilization, en el corazón de la Occidente se encuentra una preferencia inequívoca por la libertad: “El término “cultura” deriva de la palabra latina cultus, que significa aquello que es adornado, cultivado, protegido y venerado. Si, entonces, queremos identificar lo que es central en la cultura de una civilización, debemos preguntar qué procura sostener. ¿Qué reverencia? ¿Qué “cultura” está en su corazón? Durante siglos, Occidente ha otorgado un gran valor a la libertad.” Esa libertad que para judíos y cristiano nos da Dios, como se expresa, entre otros muchos lugares, en el Deuteronomio: “Yo he puesto delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal… Escoge, pues, la vida, para que viváis tú y tu descendencia.” A esto Atenas le sumaría la idea de utilizar la razón para escapar de la cueva y traer la luz del conocimiento. La Catedral de Notre Dame, sede de la Arquidiócesis de París, representa esta cultura. Como expresó el presidente Macron: “Juntos, reconstruimos Notre Dame. Corazón de París. Alma de Francia. Joya de la humanidad.” Aún en un país que supo de momentos de tremenda hostilidad hacia la religión católica -durante la revolución francesa Notre Dame fue vandalizada, robada y utilizada como almacén, o más recientemente varias iglesias incendiadas- se pueden apreciar aquellas construcciones que definen mejor que cualquier discurso qué es lo que realmente significa civilización. La reconstrucción de Notre Dame también puede y debe representar qué es lo que Occidente puede y debe reconstruir. Es desde sus propios cimientos y desde su identidad única que puede resurgir en tiempos especialmente desafiantes ante la enorme incertidumbre que nos invade desde todos los frentes. Parece necesario, entonces, volver a enorgullecernos de nuestra tradición milenaria en búsqueda de la libertad y del bien, para encauzarnos hacia la construcción de un futuro en que valga la pena vivir. El rumbo depende de la elección que hagamos cada uno de nosotros.